domingo, 1 de noviembre de 2015

PSIQUIS


Antonio Canova (Italia, 1757–1822) | Cupido y Psyche | 1794

Poco se sabe de la genealogía de Psiquis. Dícese que tuvo hermanos mayores. De su padre sólo se conoce su calidad de rey. ¿De qué país? Se ignora. ¿Cómo se llamaba? No lo sabemos. Respecto a su madre, no podemos dar otro detalle que el de su calidad de esposa del rey. Era, por lo tanto, reina. En cuanto al nombre de sus hermanas, princesas como la propia Psiquis, no nos encontraríamos menos apurados si no aceptáramos el auxilio de Moliére. El gran poeta cómico las llama Aglaura y Cidipa, nombres o apellidos que, dicho sea de paso, no cautivan por su elegancia. Los damos, pues, con ciertas reservas, escudándonos en el entusiasmo y la notoriedad del ilustre poeta francés. 
Pero todo tiene su compensación, porque si realmente no poseemos gran riqueza de detalles respecto a la familia de Psiquis, tenemos, en cambio, un caudal informaciones respecto a nuestra princesa. 


El Amor y Psiquis 

Psiquis era muy bonita. No había en aquellos remotos tiempos criatura divina o humana más graciosa ni más hermosa que ella. Venía gente de todas partes para admirarla. Los fanáticos llevaban su entusiasmo hasta erigirle altares. Pero a pesar de la cantidad y la calidad de sus adoradores, ninguno se atrevía a solicitar su mano. Y lo grave del caso era que sus hermanas Aglaura y Cidipa hacía ya largo tiempo que habían abandonado la casa paterna del brazo de poderosos se-ñores, mientras que Psiquis parecía destinada a quedarse soltera. Triste y desconcertado por aquella realidad insólita, su padre creyóse víctima de un castigo celeste. Por eso se decidió a interrogar a un célebre adivino, muy prestigioso por su ciencia y buen criterio, llamado Harpócrates, hijo de Isis y de Osiris. He aquí la respuesta que recibió: 

Expón sobre un peñasco a tu hija querida, 
para un himeneo de muerte, bellamente vestida: 
no esperes para ella la mano de un mortal, 
sino un dragón terrible, un monstruo colosal, 
que con alas veloces el espacio cruzando, 
lleva consigo el fuego y el acero nefando; 
pues a Júpiter hiere, a los dioses espanta 
y hasta vence al Estigia, cuyas olas levanta. 

Nos permitimos suponer que Venus no era ajena a la redacción de esta orden cruel, pues parece ser que, celosa de su rival en belleza, había encargado a su propio hijo Cupido que usara de su poder para inspirar a la odiosa mortal una extravagante pasión que la hiciera desgraciada y ridícula. 
Fue preciso someterse al oráculo, y los padres de Psiquis, llorando amargamente, condujeron a la linda criatura a lo alto de una montaña aislada y la abandonaron a su triste suerte. 
Pero Cupido, por su parte, desciende del Olimpo para satisfacer los deseos de su madre; llega a la montaña y se prepara a sacar de su carcaj la flecha que atraviesa los corazones. Impresionado por la sin igual belleza de Psiquis, Cupido se siente atraído por la rival de su madre y... vuelve el dardo contra sí mismo. 

Sí: es el mismo Eros
que suspira al amor... 

Tan enamorado está de la gentil princesa, que quiere tomarla por esposa. Cupido ordena, pues, a Céfiro que se la lleve elevándose por los aires y que le ofrezca como morada el más precioso palacio que pueda imaginarse. 
Psiquis, dulcemente conducida e instalada por Céfiro, de acuerdo con las prescripciones de Eros, Cupido, se extasía ante las bellezas y esplendores que tiene frente a sus ojos. 
Cuando la noche se aproxima con su hálito sombrío, un ser misterioso envuelto entre los pliegues de su manto dice, con voz dulce, a Psiquis: 
—No temas nada, querida Psiquis; yo soy el dueño de este palacio y te lo ofrezco como regalo de nuestras próximas bodas, pues yo quiero ser tu esposo. Todo cuanto ves aquí te pertenece. Expresa un deseo, y será Inmediatamente satisfecho. Céfiro está a tus órdenes, y no tienes más que mandar para ser obedecida ciega-mente. Yo no exijo otra cosa de ti, en pago de mi afección, sino que te resignes a no verme. Con esta sola condición podremos vivir felices, muy felices. 
La aurora enviaba al mundo sus primeros rayos cuando el misterioso ser desapareció sin que Psiquis lograra verle la cara. 
Completamente convencida, Psiquis se acuerda de sus hermanas y quiere hacerlas partícipes de su alegría. Envía a Céfiro a buscarlas, y Aglaura y Cidipa no se hacen de rogar. Al ver la riqueza y la magnificencia del palacio de Psiquis; sus hermanas sienten una envidia feroz. Por eso empiezan a atormentar a la infeliz criatura cuando ésta leá cuenta ingenuamente la visita nocturna.  Aglaura por un lado y Cidipa por otro, se disputan las iniciativas más pérfidas para infiltrar la inquietud en el corazón de su hermana. Y le dicen con acento dulce .y protector: 
—¡Cómo te compadecemos, hermanita! Eres el juguete de un temible impostor; estas suntuosidades que ha puesto ante tus ojos no son otra cosa que un anzuelo para abusar de tu candor y de tu inocencia. 

El verdadero amor no exige condiciones, 
y quien se obstina en esconderse 
es que de alguna cosa se le puede acusar. 

—Si así no fuera —añadían aún sus hermanas—,  ¿qué temor ha de tener en aparecer a plena luz? Créenos y no seas tonta. Eres víctima de sus mágicos sortilegios. Es un monstruo, como ha dicho el oráculo. Si así te hablamos es por el cariño que sentimos por ti; no lo dudes un momento, que ya sabes cuánto te queremos. Asegúrate de la verdad de lo que te decimos, para que no llegues a caer en el lazo. Espera la próxima noche; esconde tu lámpara y, en cuanto se duerma, la acercas a su cara; así sabrás la verdad. Adiós, hermanita; sigue nuestros buenos consejos y ten la seguridad de que nadie como nosotras desea tu alegría y tu dicha. ¡Bésanos y buen ánimo! 
Después de este beso pérfido,  Aglaura y Cidipa se alejan del magnífico palacio de su hermana, satisfechas de haber sembrado la duda en el tierno corazón de Psiquis. 
Los falsos consejos de sus hermanas impresionaron vivamente a la joven princesa. Ésta siente ardientes deseos de saber y, confiada en la experiencia de sus hermanas mayores, observa al pie de la letra sus malévolas recomendaciones. En cuanto empieza a anochecer, enciende la lámpara, la disimula detrás de unas flores y espera. Su esposo no tarda en llegar; ella reconoce el acento de su voz y espera con ansiedad el momento del sueño. El misterioso amante duerme ya: el instante es favorable. Psiquis coge su lámpara, la levan-ta por encima de su cabeza para ver mejor y descubre un efebo de rosadas mejillas y de cabellos rubios, que no tiene nada de feo, muy al contrario. Su respiración lenta y regular exhala un aliento suave y perfumado. ¿Por qué temerle? Es imposible que aquel hermoso doncel pueda ser malo. Psiquis no puede apartar sus ojos de aquel cuadro delicioso. Está dominada por la emoción; su mano tiembla; la lámpara vacila; una gota de aceite cae sobre el brazo desnudo del durmiente y lo despierta. Éste ve a Psiquis y desaparece. El hechizo se ha disipado; ¡adiós palacios suntuosos, adiós selvas perfumadas! Ya no queda nada allí; ¡todo ha desaparecido! Sólo queda una roca salvaje, sobre la cual se la-menta la infortunada Psiquis, arrepentida de su falta y apenada por el remordimiento. ¡Fatal curiosidad! ¡Qué de lágrimas inútiles haces derramar a tantos ojos hermosos!
Venus, la divinidad, estaba radiante de alegría. Cupido, inconsolable, se había dirigido al Olimpo y presentado a Júpiter, suplicándole que le devolviera a su Idolatrada esposa. Júpiter se excusa suavemente: 
—El dios del Amor no puede unirse con una mortal. 
—¿Acaso no sois, ¡oh señor de los dioses!, todopoderoso para inmortalizar? 
Halagado por las sutiles lisonjas de Cupido, el soberano del Olimpo sonrió acariciando su majestuosa barba. Y, realmente, ¿puede acaso negar aquel favor al pequeño dios del Amor, que tan buenos recuerdos le despierta? Su ayuda le fue siempre oportuna y agradable; y es posible que aún se le presente ocasión de recurrir u sus excelentes servicios. Su prudencia, pues, le impulsa a no mostrarse con él demasiado riguroso. Que sea Mercurio quien reemplace a Céfiro en el servicio de Psiquis y que la conduzca al celeste imperio: esto ordena Júpiter. Éste echará en la copa divina la embriagadora ambrosía de la inmortalidad y colocará en las blancas espaldas de la gentil princesa unas lindas alitas de mariposa. 
Nada puede oponerse ya a la suspirada unión de Amor y de Psiquis. La boda se celebra con toda solemnidad. Los dioses todos asisten a la ceremonia y saborean el delicioso néctar, mientras las Musas y las Gracias aclaman a la nueva divinidad en medio del entusiasmo que levantan las danzas y los cantos del himeneo. 

(Emilio Genest, Figuras y Leyendas Mitológicas)

LA PARÁBOLA DEL DIAMANTE


Se parece la verdadera dicha interior al más espléndido de los diamantes, que cuando es encontrado por un diestro joyero ya no repara más que en él.

El que se deleita en la auténtica dicha interna ya no se obsesiona persiguiendo placeres o basando su contento en los objetos del exterior, lo que no quiere decir que no disfrute y se entusiasme, pero ya ha encontrado la fuente interna de felicidad y no necesita compulsivamente estar buscando otras que no son las genuinas ni las que le pueden otorgar la verdadera calma mental y la paz interior.